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miércoles, 24 de abril de 2013

Llanuras bélicas y páramos de acetas.

Suena a rendición. Tenía que cumplir aquella promesa, había dicho que lo haría y él era, ante todo, un hombre de palabra. Las palabras; sus palabras. Perdón por ser reiterativo, pero tengo que hacer incapié en este punto. Sus palabras siempre eran cumplidas. Cuando él daba su palabra, nada podía hacer que no la cumpliera, ni siquiera un vendaval. Y sus palabras eran... Bueno, sus palabras no eran de este mundo. Sus palabras no eran de este mundo, no eran humanas; eran su mejor arma, su mejor cualidad. Como la mejor espada. Y, como todas las espadas, esta lo acabó matando poco a poco. Lentamente, dejaba escapar en cada palabra un pequeño hálito de vida. Su piel se estaba arrugando de luchar contra viento y marea, porque, como un verdadero caballero, el siempre cumplía su palabra. Su pelo había adquirido un tono blanquecino, no por la edad, sino porque de todas las cosas que su cabeza había imaginado, la más hermosa de todas era la nieve. Había leído más que cualquier otra persona en el mundo y, cual Don Quijote, había acabado volviéndose loco. No podré describir jamás la ilusión que había en su cara cuando contaba las mil y una anécdotas que guardaba en su memoria, pero siempre estuvo ahí para cumplir sus palabras, hasta el día en el que vertió en una de ellas el último pellizco de vida que había en él

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