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jueves, 23 de julio de 2015

Corría en su dromedario (¿o era un camello? Nunca le conté las jorobas al animal, y al humano simplemente nunca le conté nada), y era el más rápido de todo el desierto. A veces sus secretos corrían más aún, pero nadie los veía, así que quedaban como una leyenda y nadie lo creía. Siempre eran él y su sombra, él y lo que escondía, él y todo lo que había dejado a sus espaldas; siempre él y todo lo que podría ser. Los seljucíes inexistentes acampaban a altas horas esperando verlo pasar, porque siempre fue como un fantasma, y se recorría el desierto entre las peores tormentas de arena. Los peores se preguntaban cómo podía no perderse, pero la cuestión era que llevaba el río tatuado en su espalda, todas las dunas, todos los rincones donde acunaba el viento los granos de sílice, sílice que algún día sería vidrio. Todo ello estaba grabado en su espalda, y jamás nadie había podido contemplarlo, peor la fuerza contenida en las palabras que pronunció una vez fue tan grande que ninguna cabeza dudó de ellas. Cuentan los jinetes que se aventuraron en caballos (como un niño juega a la guerra) que cuando dormía, el viento lo esperaba, esperaba a que se despertara para poder respirar, luchando por adentrarse en sus pulmones; y que descansaba cada vez que salía la luna en los recodos de sus hombros, luchando por escapar hacia su cuello (pero nadie era tan valiente).
Cuando una tormenta de arena asolaba algún pueblo, el fantasma se perdía como la sombra que era, y solo aparecía cuando todo se apaciguaba, cuando todo estaba calmado, como si pidiera perdón al universo por su naturaleza. Y después corría, corría tan rápido que  otra vez se dudaba de su naturaleza humana, corría y volvía a ser el más rápido del desierto.

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