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miércoles, 20 de mayo de 2015

Nuestra naturaleza -me incluyo en esa "nuestra"- es de la de tirar, tirar y empujar y no caer; de la de que mientras unos caen otros resurgen, de manera que el todo que somos no se vea alterado. Somos un colectivo que se mueve a velocidades indescriptibles, siempre en los extremos, y muy lejos del gris que hay en el punto medio. Una mitad corre por el desgaste, la otra por necesidad, y el tercio que queda no sabe contar los pasos que da antes de ir a la cama.
Tendemos a dar aquello que necesitamos, a ofrecer lo que nos gustaría recibir, por eso siempre seremos el puzzle incompleto del que todo el mundo habla: la manera en la que yo necesito ser escuchada, ser tratada, podría perfectamente ofender a otro, dejemos fuera las generalidades. Arriba el respeto, somos un conjunto homo-heterogéneo a la vez, una mezcla de vais que junta es orden; y sentimos, vaya si sentimos.
Los eruditos dicen que nos palpita el corazón para impulsar la sangre y hacer así que el oxigeno de los hematies llegue a todas las células sanguíneas por la red de capilares que somos, pero ese oxigeno no es nada sin los epitelios que se contraen. Dejémonos de protagonismo, a este nivel de entropía no puede esperarse nada espontáneo (y menos a estas temperaturas). 
Mujer, quiero verte libre e independiente, quiero verte natural y quiero verte artificial, quiero verte transparente aunque eso implique un quintal de capas. Hombre, te quiero rebelde, caballero, te quiero clásico e innovador, pero más que nada te quiero igual, igual que las almas que te rodeen, porque no te quiero en ningún nivel superior. 
Tendemos a pedir lo que nadie nos da, a aceptar lo que nunca pedimos, a rechazar lo que anhelamos. Tendemos a la muerte cuando estamos vivos, y a aferrarnos al aire cuando no nos queda tiempo.

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