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viernes, 19 de junio de 2015

Llegó sin que la invitara, sin que me diera tiempo a decirle que no necesitaba que nadie me escuchara. Me rajó de golpe y de un hachazo y me hizo sangrar, y mientras todo manaba me dijo "mírate fluir, esto somos de verdad, no importa como de brillante sea el plástico"; me lo dijo y me lo repitió como un mantra sagrado mientras yo le repetía que yo no creía en nada, que yo no rezaba. Llegó y me dejó helada con su temple, con su forma de hablar y no decir nada, de irse por las ramas para acabar cortando el árbol, cuando me enseñó a mirar más allá. 
Yo estaba a punto de decirle que se fuera, que me dejara en paz cuando me empujó al vacío más oscuro y ella saltó detrás. Me demostró que la caída es igual de dura aunque no estuviera sola, pero que lavar las heridas en compañía es mucho más fácil que dejar que sea la soledad la que las cicatrice. 
Antes de que quisiera darme cuenta me obligó a mirar todo aquello de lo que me escondo, a mirarlo fijamente y repetir que yo soy mejor; me obligó a ser fuerte y a mantenerme ahí. Sin que yo la viera venir me miró y me dijo "quiérete como te quiero yo" y me dijo al mirarme que no la decepcionara, que no me defraudara.
Sin permiso ni protección llegó y se hizo hueco, y se convirtió en la mejor rutina, el mejor escape y el único comodín. Sin que yo quisiera se convirtió en mi mejor amiga, y más allá de todo, en un vínculo mayor que el de la sangre.

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