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lunes, 20 de abril de 2015

Léeme los labios, porque no pienso hablar en alto.

Hay muchas maneras de llorar, tantas como las hay de soledad. La soledad no se entiende como la ausencia de personas, sino más bien entendida como la ausencia de compañía, de sentimiento o de calor. La soledad de la bruma, del hacinamiento; la soledad de uno mismo, la que quema y mata por dentro. La soledad del que quiere y no puede -más-, del que intenta avanzar y solo retrocede. 
Se puede llorar por la tristeza, por cada tipo de soledad y de frío, se puede llorar hasta mojarte la piel y aún así no sentir nada. Se puede llorar hasta sentir que te ahogas entre la necesidad de soltar todo lo que se esconde, de dejar volar todos los pájaros que, guardados lejos de la luz, están pasando de gorriones a cuervos; que pronto me sacaran los ojos. Claro que, aún así, puedo atenerme a mi derecho de silencio y no dejarles libertad, ¿quién va a obligarme a lo contrario? 
Es posible que, quizás, la soledad solo sea una manera más de llorar. Se puede llorar como quien canta a la luna o al alba, se puede llorar como quien niega lo que encierra y espera una degeneración espontánea (cuando la energía libre es tan negativa ya se sabe).
Reconozco que a veces lo soltaría todo, contaría como me siento y qué siento, contaría lo que pienso y lo que no, lo que espero y lo que jamás quiero oír, me abriría de tal manera que quien me escuchara pudiera matarme si quisiera con una simple palabra, pero ¿qué necesidad tengo yo de exponerme tanto? Es el miedo, lo acepto, y me peleo tanto con mi yo egoísta que ya he perdido la cuenta de mis victorias y mis derrotas, pero estoy segura de que voy perdiendo.
Échame un cable, ¿quieres? Pónmelo un poco más fácil y me abriré como la snitch dorada, al cierre; pero necesito -no quiero, necesito- algo de tu parte. Cuando necesito ayuda la pido, no quiero tu piedad ni tu caridad, guarda eso para quien no se conozca; y poco a poco la voy pidiendo, hasta que se me escapen los cuervos y picoteen todo lo que encuentren.

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