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jueves, 20 de junio de 2013

Cuando no puedes reconocer que no has vencido.

Es un dolor que no duele. No es comparable a un golpe con una esquina, o a un hueso roto. Es un dolor solo comparable al vacío más lleno; al poder de la rutina de hacer que te acostumbres y después, dejarte abandonado al abandono. Solo entre la más soledad. Mucho más que el típico "solo entre tanta gente". Ese dolor no ataca a las terminaciones nerviosas de las neuronas haciendo que unos impulsos nerviosos recorran toda la médula de nervio en nervio hasta llegar al cerebro, hasta ser clasificado. Es un dolor imposible de calmar, una sensación de impotencia cuando sabes que dispones de todas las armas del mundo. Desesperación al estar en el frente de una guerra en la que la mayor arma eres tú. Saber que tienes todo un ejército a tus pies, pero la única persona que puede vencerte eres tú. Es un dolor que nace en ti, y que habita en lo más recóndito de tu cuerpo, que conoce tus miedos mejor que tú mismo, que ataca ahí donde nadie puede curarte, y que te hunde en el agujero más negro, ese del que nadie puede ayudarte a salir. Solo tú puedes escalar y ver la luz.
Da tantas ganas de llorar que sientes tu cuerpo como un lastre, que te envolverías entre mil mantas para que nadie te encontrara. Te hace sentir tan frío y vacío que ni todas las capas de ropa del mundo ni todo el calor humano de los brazos más fuertes podrían ayudarte. Sientes la piel de gallina y el cuerpo temblar, y no hay palabras que puedan describirlo. Es mucho más que una sensación de pérdida, que una preocupación. Es el poder de la enajenación, el sentir que todo lo que has vivido no ha pasado. Un dolor que te hace sentir que ninguno de tus recuerdos es real, que hasta las caras que has tenido a menos de un centímetro de distancia sean extrañas.

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