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martes, 5 de enero de 2016

No es que esté en el mejor momento, y lo cierto es que veo la cima muy lejos, pero estoy bien, tranquilos, que no cunda el pánico.
La palabra mágica es esa, bien, y las alarmas bajan, los miedos desaparecen, porque "bien" está terriblemente lejos de "mal" (¿no?). La verdad es que podría estar mucho mejor, pero todo es cuestión de perspectiva, así que no hay peligro. Qué fácil es alejar el pánico de los días tranquilos de todo el mundo, cuántos algoritmos que juegan a camuflarse entre sí. Hay demasiadas formas de pretender, de esconder, de mentir, de ahogarse y desesperar, de desear que todo pare y terminar con lo que sea que juega entre el estómago, el pecho y la cabeza.
A veces ese algo se escapa por los ojos, quienes ingrávidos y febriles se inundan y desconfían, y se encierran en la piel que los rodea, dejan que se barra el polvo que les sirve de excusa y empujan hacia el interior lo que nunca debería haber salido.
La oscuridad no ha sido creada para ver la luz, y mucho menos para enfrentarse a ella.
La boca es frontera infranqueable, los labios aduana ilegal. A veces ese algo toma forma sensualmente y viaja por conexiones indómitas hasta llegar a la barrera, y entonces seduce y sale, y huye, e intenta correr tan rápido que hay que usar la artillería; y traerlo de vuelta con un mordisco, castigo a lo que nunca debió abrirse.
En las fórmulas comunes hay tantas mentiras como en cualquier novela de los noventa, y la habilidad de camuflarlas es la verdadera magia. No, verás,  no hablo de ese camuflaje que aflora pequeñas, muestras de miedo, hablo del camuflaje camaleonico, de adiestrar a los ojos para que sonrían y mientan al compás de las comisuras. No se si me explico.
No me importa, estoy bien.

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