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lunes, 18 de junio de 2012

Even the sun set in Paradise.

Cada vez que ese hombre tocaba el bajo el mundo se acompasaba a sus dedos. El mero hecho de rozar con sus yemas los entrecruzados metales de la cuerda más grave provocaba una vibración que hacía que el mundo entero se calara esperando al siguiente movimiento, expectante. Había nacido para ser una estrella. La primera vez que cogió un bajo y lo tomó entre sus manos, pequeñas, inexpertas, lentas, el universo entero lo acogió y lo nombró nuevo director de la gran orquesta. Cuando él estaba mal, todo a su alrededor se detenía, dejando a medio lo que fuera que tenía entre manos para parar a escuchar la triste melodía que fabricaba. Cada ritmo, cada compás fuera de tiempo y cada nota trasteada hacía que su espíritu le empujara un poco más para perfeccionarla. Empujón a empujón hasta llegar al éxito. Cada salto que daba con un bajo entre sus brazos hacía que el mundo parara cada vez que él estaba en el aire, esperando para cogerle si la pierna le fallaba, para elevarlo cada vez más. Sus dedos recorrían las cuerdas de arriba a abajo como si estas formaran parte de su cuerpo, como si fueran una parte más de su anatomía, como si nadie mejor que él pudiera tocarlas, como si nadie mejor que él supiera como hacerlas funcionar bien. Cuando conectaba el cable al amplificador, la energía fluía por su piel, por cada célula de su piel y, cual superhéroe, todas sus acciones pasaban a ser sobrehumanas. Aunque, bien mirado, él nunca había sido normal. Sus ojos verdes marinos, su pelo rubio peinado de mil maneras, sus labios finos. No, él nunca había sido normal.

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