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domingo, 16 de febrero de 2014

Pero las cosas cambian

El café en la esquina de la mesa ya es una constante, café de cafeteras para siete que a mi me dan para tres. Supongo que los tiempos han cambiado.
Los bolis de colores me traen recuerdos, memorias y dibujos encendidos, alegres y simples, inocentes; me traen recuerdos de un pasado mejor en el que Pereza aún era Pereza y no existía Leiva, de cuando las paredes eran blancas y los pijamas rosas. Pero los tiempos han cambiado.
Nunca he visto mi habitación sin rejas, y si lo he hecho juro que no me acuerdo (lo que a efectos prácticos viene a ser lo mismo, asi que a mí me vale). Nunca he visto mi escritorio sin libros, aunque fuera aquel de Juddy Moody que tanto me gustaba y que leí siete veces en un año. Ni mi armario ordenado, ni las páginas de mis libros dobladas. Supongo que sí, que los tiempos han cambiado, pero mis costumbres siguen ahi.
Las palabras pequeñas me recuerdan a los años en los que comencé a escribir historias, siempre de princesas y bailes. Esos años en los que Pandemonyum sonaba en mi casa hasta rallar a mi madre, pero con una cena en El abanico de cristal todo volvía a estar bien.
La verdad es que el café en mi casa siempre ha sido una constante. Mi madre lo lleva hasa en sus ojos, y mi padre no pierde la costumbre de prepararlo antes de irse a trabajar a las siete de la mañana y dejarlo con una nota que versa "Cargado, como a ti te gusta; te quiero" sabiendo que por las mañanas yo nunca tomo café. A mi hermano nunca le ha gustado, y es gracioso que sea un reflejo tan idéntico a mí cuando solía decir que yo nunca bebería café. Supongo que los tiempos están cambiando.

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