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lunes, 1 de julio de 2013

Grabado a fuego en la piel y en el pensamiento.
Las imágenes de lo que en su mente ocurrió pero que nunca llegó a ser sólido. El impulso de haberse acercado, de haber acabado con todo; de haberle mirado a los ojos y haber viso más allá. Confusión entre lo que debió de pasar, lo que pasó, lo que debería de haber pasado y lo que nunca pasó. Solo hallaba nitidez en el dolor de la cobardía, en los cristales rotos de su coraza que ahora le cortaban la piel como cuchillos. Eso sí que era real, aunque nadie le viera sangrar. Las cicatrices quedarían ocultas en su piel entre los lunares, entre las pecas. En las madrugadas eternas entre lugares desconocidos, nada quemaría más que los sentimientos a flor de piel. Helados y muertos. Grabados a fuego en la piel... Y en el pensamiento.
Cuando los puñales iban directos a ella, sabía que el miedo era su peor enemigo, por lo que pasaba a ser silenciosa como una sombra e incorpórea como el humo y hacía que todas las dagas le atravesaran; pero cuando de fuego se trataba, su piel pasaba a ser marfil y brillaba cuando más se quemaba. Haría apartar la vista a cualquier ciego, no había infierno más allá de sus labios; una mirada y estarías ardiendo. 
Pero esta vez, los recuerdos le abrasaban más que cualquier llama y se mezclaban con un humo negro y denso, invadiendo sus pulmones y entrecortando su respiración. Rojo como el fuego, como su sangre, como sus labios. Esta vez su imaginación jugaba en su contra, haciendo todas las trampas inventadas y por inventar. Ningún dolor es comprable al del calor almacenado en su cuerpo, quemándole por dentro y grabándole a fuego la piel y el pensamiento. Esta vez la locura era su única amiga, su cabeza había dejado en el abandono todo rastro de cordura, y le dolía en un lugar inalcanzable; le dolía en el lugar dónde fabricaba cada mirada. El fuego se reflejaba en sus ojos. Y quemaba. No podía llorar porque mataría las llamas de sus pupilas, y perdería toda referencia al mismísimo diablo; sería como dejar que el infierno se inundara, y no era tan egoísta como para permitirlo. Cada marca se calentaba un poco más tras cada partida de azar, y hasta los escalofríos se atascaban en su piel cuando llegaban a una cicatriz. Los impulsos recorrían su cuerpo hasta morir abrasados; la muerte más dulce y el renacer más amargo.
La risa se amontonaba en los rincones de su cabeza y jugaba al esconcite con la ironía hasta perder. Cada victoria era una pérdida y cada fracaso, una victoria. 
¿Qué se podía esperar de este caos? 
Más caos. 
Caos rojo pasión, del color del fuego, de la sangre... De sus labios.
Caos que le quemaba quedaba grabado a fuego en su piel y en su pensamiento.

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