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lunes, 19 de enero de 2015

"-Le apuesto a usted lo que quiera a que ese soplagaitas no ha contemplado nunca el cuerpo de una mujer desnuda.
-¿Que es virgen, se refiere usted?
-No hombre no- respondió atusándose el bigote de cuarto y esquina que pasaba por su billete a la buena vida- es un hombre con muy buen porte, no dudo que seguro ha visto miles de mujeres desnudas; pero me mantengo firme en que ese de ahí al que tanto admira usted no ha disfrutado el placer de contemplar las curvas de una dama jamás en su miserable vida. Porque sí oiga, hágame caso que yo lo sé bien. Yo también solía ser un Adonis y buscaba mil Ateneas cada noche entre las calles de esta nuestra ciudad, hasta que un día uno se da cuenta de que los cien cuerpos que ha visto se le antojan iguales e insuficientes si no ha dedicado un minuto a buscar algo en esa que la haga diferente a las anteriores y a las venideras.
El joven pareció sentirse aturdido y a la vez divertido por lo que estava escuchando.
-No diga usted bobadas hombre, no hay dos mujeres iguales, hay diferencias bastante obvias- añadió llevándose las manos al pecho mientras reía con porte de bufón de poca monta.
-No me refiero a eso, hágame el favor de ser un poco menos necio. Hablo de sus formas y sus maneras de proceder, de su manera de andar y lo que cada una dice cuando mira.
-Ya le entiendo Don Manuel, ya le entiendo.
-Que va a entender usted si apenas tiene veinte años.
Dejó escapar un largo suspiro anted de proceder, como si llevara horas cavilando su golpe maestro.
-Y lo mejor de esto, joven, es que la vida es así, nos deja entender cuando ya no nos sirve lo aprendido; y cuando usted se de cuenta de que ha perdido el tiempo y que debería haber dedicado algo más de su vida a analizar lo precioso de las mujeres lo intentará compensar buscando esa belleza en sus palabras. Y creerá entonces que no tiene remedio, pero se dará cuenta de que eso que nunca había sabido ver estaba ahí, en sus bocas, más allá de sus lenguas y su juegos al besar, en sus cabezas y en sus pechos, más allá de corsés y encajes. Verá usted, joven, que son criaturas espléndidas y que uno puede volverse loco intentando enjaular a una.
Y Don Manuel de Virruezo se colocó su sombrero de copa con elegancia y se recolocó la chaqueta del traje con cuidado de no tirar el bastón o las flores que llevaba en ambas manos. Margaritas, como no, margaritas para su Margarita. Margaritas como todos los jueves. Don Manuel de Virruezo solía decirle a todo aquel que estuviera dispuesto a escucharle que su esposa había sido, en su vida, de todas las mujeres la más bella y la más dulce, la más inteligente y noble, la más dura de carácter. La comparaba con una margarita porque, decía "era completamente impredecible". Pero la amaba, vaya si la amaba, y no dejaba que la vida o el destino le borrara su recuerdo, porque Don Manuel se cuidaba de describir con asombroso cuidado la piel blanca de su Margarita, sus ojos verdes, sus labios perfilados y el olor de sus magdalenas de los sábados. Y como una clase de satírica justicia poética, cada jueves se recordaba a sí mismo cuánto la amaba visitandola al cementerio desde hacía diez años con su mejor traje de gala justo después de ir a rezar siete rosarios por ella, que siempre había sido tan devota."

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